¿Por qué no en el Perú?
El país merece más de lo que le damos y le pedimos.
El 7 de junio pasado, en su columna de Perú.21 sobre la posibilidad de negociar alianzas dentro del Congreso, Aldo Mariátegui escribe lo siguiente:
La única posibilidad de reformas profundas para mejorar el sistema capitalista en el Perú, esas que la izquierda aborrece, es mediante un Ejecutivo que controle al Legislativo (olvídense de la mítica “concertación”. ¡Eso no funciona aquí!)
Fuera del aparente desdén que le tiene Mariátegui a la separación de poderes (entre otras cosas), ese comentario es uno de muchos que he escuchado y leído no solo durante la campaña electoral, sino también mucho antes: que, al parecer, existen ciertas cosas — desde ciclovías en los distritos de Lima hasta derechos humanos que se respeten — que “suenan muy bonito” pero que “aquí en el Perú eso no sirve, pues.”
Y yo les pregunto, ¿por qué no?
Es en serio: ¿qué tenemos nosotros los peruanos de especiales para que esas cosas no funcionen? ¿Somos acaso más brillantes? ¿Más brutos? ¿No podemos, a nivel país, con ese nivel de sofisticación? ¿Vivimos en una dimensión diferente? Si bien lo que pasa en el Perú a veces parece sacado de Macondo, no veo como nuestro país se diferencia de otros que si buscan hacer funcionar cosas que nosotros al parecer marcamos “no se aplica”. ¿Por qué esta falta de visión? ¿Acaso nos odiamos tanto que creemos que no merecemos más?
Es cierto que el Perú no tiene la mejor ni la más larga historia democrática y que sufre de severas divisiones sociales y económicas que, en muchos casos, son intrínsecas a factores geográficos y a la muy limitada inversión en educación, ciencia y tecnología. Pero eso no quiere decir que no podemos aspirar a más o a mejor, y que estamos, por la naturaleza del ser peruano, forzados a sufrir un statu quo que todos aborrecemos pero nadie parece dispuesto a cambiar.
El argumento principal parece ser que “cuesta mucho”, “no sirve” o “la gente es tonta y no entiende.” Vemos ambos ejemplos en la discusión sobre la Ley Chlimper. Muchos dicen que la ley ayudó a transformar el sector agricultura y cohesionado un sector que ahora exporta más de 5,000 millones de dólares, lo cual es cierto. Cuando se habla de reponer un salario basado en la Remuneración Mínima Vital para trabajadores del sector (que la Ley Chlimper eximió), se pone el grito al cielo. “¿Para qué cambiar lo que camina bien?” pregunta una columna de Fernando Cillóniz:
“Al generar una estabilidad laboral absoluta como existe en las actividades permanentes provocaríamos la ruina de esta agricultura,” dice.
Vamos por partes: el sector agricultor era un desastre. La Ley Chlimper ayudó a reducir costos de mano de obra. La agricultura creció exponencialmente. Ahora que las cosas están mejor, ¿no podemos entonces hacer modificaciones a la ley que aseguren, aunque sea un poco más, la estabilidad económica de esta mano de obra? El statu quo (“lo que camina bien” según Cillóniz) es en realidad el resultado de una serie de medidas de emergencia. En algún momento, la emergencia tiene que acabar, y la condición de los trabajadores del sector debe mejorar, como en otros países de la región, que tienen un modo de contratación que trabaja tanto para los trabajadores como para las empresas. ¿El Perú no puede? ¿Su gente no merece?
Otro ejemplo se da en algunas municipalidades que intentan crear espacios comunes, áreas verdes y establecer métodos de transporte alternativos para sus residentes, y se encuentran con que hay algunos que lo rechazan por principio. En San Isidro, un proyecto para incluir una ciclovía en una avenida de dos carriles –que por naturaleza no está diseñada para ser vía de alto transito — ha generado el malestar de muchos vecinos, al punto de planear un proceso de revocatoria contra el alcalde Manuel Velarde, que está en el ojo de la tormenta por iniciativas como un eco-mercado en Miguel Dasso, la antes mencionada ciclovía, bancas en reemplazo de estacionamientos para promover la circulación a pie, y wi-fi libre en los parques del distrito.
Aunque los argumentos en contra tienen algunos puntos válidos, las actitudes son en su gran mayoría basadas en el uso personal y no en el bien que eso trae a la comunidad — ¿yo no lo uso, entonces por qué pago para que alguien más lo use?
“¿Por qué ponemos wi-fi en los parques si todos en San Isidro tenemos wi-fi en nuestras casas? ¡Eso es para que lo usen los que no viven acá!” escriben vecinos en un grupo de Facebook. “¡San Isidro no es Ámsterdam!”
…como si Ámsterdam fuera un desastre en vez de la utopía de comunidad que es en comparación con San Isidro.
Esos son dos ejemplos micro que reflejan un macro mucho más complejo. Pero reflejan una realidad parca. Cuando hablamos del Perú, nos llenamos la boca — Machu Picchu, Gastón Acurio, la quínoa, el ceviiiiiiiiiiiche — pero cuando hablamos entre nosotros sobre nosotros somos cangrejos en un balde. Nos acuchillamos, nos vengamos, nos choleamos el uno al otro, nos tratamos de brutos el uno al otro, no nos vemos como una unión de pueblos y comunidades. Y sin embargo, queremos, nos morimos de ganas de ser primer mundo.
Señores, señoras, ser primer mundo trae un costo, y el costo es igualdad. Recuerden, ojo, que un país próspero no es donde el pobre tiene auto (y estacionamiento) sino donde el rico usa el transporte público, y (jaja) la ciclovia.
Si queremos un país que valga la pena, si queremos un país que verdaderamente pertenezca al nuevo siglo y, de paso, a la OCDE, dejemos de glorificar la criollada y a Pepe el Vivo como valores intrínsecos del Perú y nuestras vidas; dejemos de lado la idea que lo peor que le pueda pasar a un peruano es otro peruano, y vivamos en base a valores democráticos solidos. No donde la mayoría se impone pero donde todo ciudadano — todos y cada uno, desde el chofer de combi hasta el presidente del banco — tiene una voz, un voto, y una responsabilidad con el Estado y con el prójimo y viceversa.
Es un hecho que al Perú le falta educación, pero podemos comenzar en casa, con cada acción y trato, bajo el concepto de que todos somos peruanos y todos valemos lo mismo. Pero la realidad es esta — no vamos a llegar a ningún lado si no jalamos, todos juntos, en la misma dirección.
Eventualmente creo que llegaremos a este punto — las nuevas generaciones tienen mejor conciencia social que las anteriores — pero, ¿por qué esperar? ¿Por qué no comenzar hoy? Ahora que estamos ad portas de un nuevo gobierno, ¿por qué no? ¿Qué nos falta?
Comencemos hoy, y que el porvenir de nuestra patria y nuestros pueblos le reserve mejores horas que las que forman su presente. Nos toca a nosotros iniciar el cambio, hoy. Comencemos.